domingo, 19 de junio de 2011

Dancing in the deepest oceans

Se siente una persona nueva...
No. Nueva no. Una persona diferente, sí, pero infinitamente vieja. Decaída, apagada, con un enorme peso sobre los hombros.
–Sam... –Sarah se acerca, se agacha a su lado, rodea y mece su cuerpo encogido entre sus brazos –No puedes hacerte esto. Te estás haciendo daño... Todo ha pasado, no puedes hacer nada. Acéptalo, cariño... por favor.
No puede hacer otra cosa que asentir con la cabeza. Pero no lo siente de verdad. En realidad, se siente como una marioneta en la que alguien ha introducido la mano para actuar en su lugar durante los tres últimos días. Como si, desde la fatídica llamada, se hubiese limitado tan solo a observar cómo transcurrían las imágenes de su propia vida, manejadas al antojo de otra persona. El largo viaje en avión, cuyos pocos recuerdos posibles están envueltos en una espesa niebla negra, el velatorio, el funeral, los abrazos fríos, las palabras vacías, las lágrimas secas; incluso los besos de Sarah habían perdido su sabor.
Algo había nublado todos sus sentidos, y no era la pena por la pérdida. Era más bien... decepción. Sí, exacto. Decepción, por no haberle podido demostrar a esa persona a la que tanto había querido que ser diferente no significaba nada malo. Que aunque pudiese haber cambiado, en el fondo, seguía siendo igual que siempre.
Con los ojos empañados, se acerca más a Sarah, apoya su oreja en su pecho y se limita a escuchar el sonido acompasado de su corazón. Eso le relaja. Y quiere sentirse bien.
Por eso, se incorpora un poco, tira de su falda plisada, que no se ha quitado desde el día del funeral, se limpia el rímel corrido de los ojos con el dorso de su mano izquierda y le dedica a Sarah su mejor sonrisa, para después dejarse perder en el recuperado y delicioso sabor salado de sus labios.

Sam, Samantha se siente una persona diferente. Una chica un poco diferente, sí, pero que ha tenido la suerte de encontrar el amor en este jodido mundo.

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